sábado, 24 de marzo de 2012

El otoño del diluvio

El otoño parecía que no iba a llegar nunca, pero este año, cuando lo hizo y empezó la ansiada lluvia, no dejó de llover en muchos días. Alguna vez parecía que parase por unas horas para volver con más fuerza. La falta de luz me tenía de mal humor, me recordaba épocas demasiado tristes.
Pasaban los días y seguía lloviendo. Algunos le echaban la culpa al cambio climático, otros decían que era el diluvio universal y que se iba a terminar el mundo. Las lluvias no eran tranquilas, sino que provocaron inundaciones y graves daños materiales.
El día que llovieron peces se alarmó toda la población. En mi ciudad estábamos a casi 200 kilómetros del mar, pero se explicó por un tornado que se formó en el mar y descargó tierra adentro.
En una de esas tormentas en las que parecía que toda el agua del mundo iba a descargar sobre nosotros, corrí para resguardarme debajo de una terraza. Allí había más gente, me fijé en una chica de pelo castaño, con aire despistado. Se llamaba Irene, vivía cerca de mí pero jamás nos habíamos visto. Trajo tal soplo de alegría a mi vida que di por buenos todos los días de lluvia que llevábamos, pese a que parecía que nunca más se iba a secar la tierra.
Irene era una chica preciosa que no sabía que lo era. Tenía una dulzura que hacía mucho que no encontraba, apaciguaba mi carácter inquieto y a veces sombrío.
Bajo el paraguas del amor, seguí los sucesos de la lluvia, que no cesaba. Las compuertas de los pantanos se abrieron, muchos ríos y arroyos se desbordaron y los carteles que instaban a ahorrar agua parecían obsoletos, aunque apenas un año antes estábamos en situación de sequía.
Irene y yo pronto nos fuimos a vivir juntos. Ya tardábamos bastante en ir y venir de nuestros trabajos como para perder más tiempo en dos casas diferentes. Su casa era más pequeña y se mudó a la mía, así ahorrábamos gastos. Los días que no iba a trabajar no los cobraba, a menos que pudiera hacer el trabajo desde casa. Pero todas las incomodidades me importaban menos si podía llegar a casa y abrazarla en el sofá mientras veíamos la tele, que no era mejor que de costumbre, pero a nosotros nos lo parecía.
El día en el que hacíamos los cincuenta de eterna humedad se inundó un cementerio y el agua sacó a flote varios ataúdes de muertos recientes, decían que la tierra estaba blanda y se habían desenterrado con facilidad. Uno de ellos pasó por la avenida principal de la ciudad, lo vi cuando volvía de trabajar. Parecía la parodia de una Venecia macabra. Volvieron las explicaciones agoreras, las plagas de la Biblia y la histeria llegó al punto de que se descubrieron los cuerpos de treinta y nueve personas que se habían suicidado colectivamente, todos seguidores de una secta que predicaba el fin de los días.
Las iglesias se llenaban y los meteorólogos tenían cada vez más espacio en televisión, pero las conclusiones eran que dejaría de llover cuando la Naturaleza quisiera.
Mientras tanto, yo vivía mi amor como si fuera adolescente de nuevo, y la eterna lluvia me molestaba al ir a trabajar, al volver, en mi tiempo de ocio, como a todos, pero me importaba mucho menos si podía estar acurrucado en el sofá junto a mi chica.
Una tarde ella tardaba en llegar a casa. No me había avisado de que fuera a quedarse en el trabajo y me preocupé, pero las lluvias eran fuertes y pensé que se habría refugiado en algún sitio techado, como cuando la conocí. Vamos, Iván, me dije, no le pasará nada más que llegar empapada, tal vez un resfriado. Quizá mañana me pueda coger el día libre y quedarme a cuidarla.
La hora de las noticias había llegado y ella no había regresado. Mil cosas pasaron por mi imaginación, pero intenté distraerme con la televisión. Cuando oí a la presentadora hablar del accidente de un autobús y varios vehículos en cadena, que había causado siete muertos y al menos quince heridos, sentí que la expresión de un vuelco al corazón no era ninguna tontería. Busqué a Irene por los hospitales, bajo esa lluvia para la que ningún paraguas era eficaz, y al final la encontré.
En el peor lugar posible, la morgue. Me dijeron que murió en el acto, aplastada por el autobús que cayó por un terraplén. Perdió el bolso y sus objetos personales, o se confundieron cuando atendían a los heridos y recogían a los cadáveres, y no me pudieron avisar.
Era el día noventaisiete del diluvio. Hacía exactamente dos meses y cuatro días que la había conocido. La lluvia me la trajo y se la llevó. El día de su entierro llovió más fuerte que nunca. Las lágrimas de las nubes se confundían con las mías.
Lo irónico es que a los dos días dejó de llover. Justo a los cien de comenzar, salió un sol espléndido, que odio, porque me recuerda lo que nunca pude compartir. Ojalá vuelva a llover.

sábado, 10 de marzo de 2012

La sombra ausente

Su sombra le había abandonado. No debió tratarla tan mal.
Al principio ni notó su ausencia, ¿para qué la necesitaba, siguiéndole a todas partes? Cuando la gente comenzó a rehuir su presencia procuró ocultarse de la luz diurna y más tarde, de la luz artificial de la noche. 
Terminó convirtiéndose en fotofóbico, con fama de excéntrico solitario, habitante perenne del mundo de las sombras.